lunes, 2 de agosto de 2010

Habitación 711

Son cerca de las 4:00 de la mañana. Es finales de Junio y en la noche malagueña se siente la brisa fresca que aún se impone al recién llegado verano.

Las ventanas son grandes y altas, cuadradas en sus proporciones y como una pantalla de cine me muestran los secretos del cielo que cubre la ciudad: ora un avión, ora el parpadeo de un barco en el mar, ora el horizonte recortado por el hilo que separa la antítesis de un cielo sin faroles de la alfombra de luces que cubre con cariño la ciudad.

Puedo ver las grúas del puerto y las colmenas que cobijan a los paisanos, puedo ver los coches subir y bajar la avenida, las ambulancias llegar al hospital y mi reflejo en el cristal de la ventana de la habitación 711.

Intento encontrar una posición en ese sillón tapizado en tela negra de olor vacío y frío y misma temperatura. Lo inclino y me giro, me cambio de postura, vuelvo a erigir el respaldo, saco el reposa-pies, intento cerrar los ojos, intento no pensar, dormir boca arriba. Al final vencido por la situación vuelvo a abrir los ojos y me vuelvo a encontrar con mi película, con mi cine en la ventana.

En la habitación reina la oscuridad, mi portátil es lo único que ilumina esta cueva, lo único que ilumina las camas, el pequeño armario y mi cara adormecida contemplando la pantalla. A veces mis ganas de dormir intentan engatusarme con promesas banales de un sueño reconfortante sobre la segunda cama de la habitación que yace vacía a mi lado, sin más dueño que mi libro de historia de la arquitectura que me mira como intentando dar algo de sentido, lógica y razón, para que no caiga en la trampa.

Hace 36 horas que terminó la operación y después de más de un día de dolores, mal cuerpo, agujas, pastillas, sondas, puntos… por fin duerme aunque sea por un par de horas. Nunca me he considerado un hijo modelo, ni tampoco familiar, pero son en estos momentos, en los que sólo hay pensamientos para ella.

La noche me lleva sin yo desearlo a las mismas preguntas, respuestas y dudas, que llevan atormentándome semanas. ¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué tanto silencio?

En pocos días me acababa de enterar de todo, operaciones ya pasadas, visitas a los hospitales, prueba tras prueba y de repente un día una llamada de teléfono:

-Me tienen que operar de urgencia.-

Ahora, después de la operación, aún no sé nada. Mirando papeles, diagnósticos y citas escondidos por casa, aparece como el nubarrón negro sobre el cielo azul, la palabra que tanto miedo da siempre y que detalla la especialidad: Oncología.

No es secreto que mi madre y mi padre son y serán los protectores más acérrimos de la estabilidad del hogar, aunque eso les lleve a ocultar todas sus penas y llevarlas de forma mártir a las espaldas. Durante días no dicen nada, no comentan, cambian de tema, no muestran más pena que la que inevitablemente muestran sus ojos, esa es la que no se puede fingir.

Entre preocupación, risas, lágrimas contenidas y recuerdos de niñez, paso gran parte de las horas en las que hago guardia en la habitación. Me vienen los momentos más cálidos de aquellos inviernos en el pueblo, los veranos interminables pero a la vez tan rápidos que pasaba en la piscina mientras escuchaba la radio que mi madre ponía en la ventana en modo de hilo musical. Los bizcochos recién hechos enfriándose en la mesa de la cocina, mientras hacía los deberes del colegio y mi madre veía en la televisión “Tal Como Somos” de los primeros programas de Canal Sur, o como ella lo llamaba, el “programa de los pueblos”… También recuerdo el primer invierno que vi nevar mientras celebraba mi sexto cumpleaños y mi madre salía con miedo por el porche gritándome que me pusiera el abrigo, los guantes y el pasamontañas. Recuerdo las navidades en las que veía cómo montaba aquellos grandes belenes con todas sus piezas y en las que también se emocionaba cuando se acordaba de su familia y de los que faltaban.

La idea de perderla me aterraba, casi tanto como la de verla apagarse por culpa de un cáncer. Ella que siempre fue la fuerza, las ganas y el ahínco, ahora tenía que ayudarla a casi todo. Es ley de vida, pero aún es joven, me negaba a dejar de creer.

Después de varias semanas de espera, y en mitad del postoperatorio, por fin recibimos la noticia de que el tumor de tres centímetros y medio y los 17 pólipos, han sido extirpados y no hay señal de que hubiera contagiado en otras áreas.

Mi madre aún no se lo cree, igual que nosotros, y aún más escépticos los médicos. No daban crédito a que aquella circunstancia no hubiera afectado a más órganos. Sea como fuese, siempre creeré que esa fuerza y ganas que a veces esconde mi madre entre penas y cifras de cumpleaños, fueron las que le ayudaron a sobrepasar todo este mal trago.

Ahora vuelvo a tener la bendición de seguir escuchándola para que me ponga el abrigo para salir a la calle, de que coma más de lo que puedo comer, de que no trasnoche y el placer de oler los bizcochos al llegar a casa en navidad y espero que por mucho más años.

No hay comentarios:

Publicar un comentario