miércoles, 25 de noviembre de 2009

Acompáñame a estar solo

En algunas ocasiones pienso: ¿merece la pena todo esto?
Te pierdes entre sensaciones, sentimientos, risas, miedos, tristezas y alegrías.
Supongo que eso es vivir.

Pasa el tiempo, y ves que todo sigue, nada se para por ti ni por nada de lo que ocurra a tu alrededor. Eso te hace pensar que eres tan insignificante como egocéntrico.

Yendo como siempre deprisa por las calles de Sevilla, me encontré con una vecina. Vive en el bajo del bloque donde vivo desde hace 2 años. La mujer tendrá cerca de los 80 años y su físico refleja su edad y la vida. Su humor siempre es envidiable, siempre te saluda con una sonrisa y nunca es ni demasiado tarde ni temprano para una broma:

-Yo siempre enciendo la luz del portal con esto (me señala un palo de escoba) y aunque a veces cuesta más, siempre le doy. Yo me basto sola –me comenta entre risas-.

Cuando llegué a casa me di cuenta que lo único que difiere a esa persona de mí, es un suspiro…

La vida pasa tan rápido como un guiño, como un parpadeo. Siempre es así de silenciosa, así de tranquila y así de eficaz. Como dice un proverbio árabe: “La muerte está tan segura de su victoria, que te deja toda una vida de ventaja”.

No me entendáis mal, no quiero hacer apología de la muerte ni de su llegada. Sólo quiero haceros ver que la niñez, la juventud y la madurez son eslabones de una cadena que se degradan y que nunca te dejan ver dónde está la frontera ni el territorio de cada uno.

A veces, solo a veces intento darme cuenta de la vida, ser consciente de ella, intentar cogerla con las manos, pero no puedo. Intento darme cuenta de a dónde voy, cómo, con quién, con qué motivo… no es fácil encontrar respuesta a todas ellas, incluso encontrarle respuesta a alguna de ellas es a veces una pesquisa compleja.

“Cuando paras tan sólo un momento y miras en tu interior, en ese preciso instante es cuando te das cuenta si hay algo dentro, si merece la pena la vida, si existen cosas por las que luchar, cosas por las que sentirte vivo”.

Con la primera lluvia de la temporada, me fui a la playa de mi Málaga. El cielo estaba gris oscuro y en el horizonte, dirección de donde vienen las olas, como es costumbre en mi tierra, estaba despejado y la luz del sol bañaba las últimas líneas del mar. Estaba sentado en la arena, el agua empezaba a calar y pese a que no mecía el viento y era aún los últimos días del calendario veraniego, empezaba a tener frío.

No había nadie a mi lado, ni cerca ni lejos y sin embargo me sentía acompañado.
Parece extraño, pero son en esas ocasiones en las que consigues encontrarte contigo mismo, cuando pones en orden tu mente, tus ideas, tus sentimientos, tus penas y tus miedos, y es cuando te das cuenta que puedes acceder a tu alma. Enganchas el USB a la misma y por un momento sabes quien eres y por que.

Aspiré con fuerza para poder llevarme todo aquel olor conmigo, intentando ser la persona más egoísta por una vez. No hay fragancia más agradable que el que mezcla la tierra mojada de lluvia junto con el aroma del mar.

Por un momento merece la pena mirar al cielo, y que se mojen las gafas.
Por un momento merece la pena mojarte y posiblemente coger un resfriado de semanas. Por un momento merece la pena sentirse vivo.

Me acerqué a la orilla e intenté coger el agua. Hice un cuenco uniendo mis manos y las hundí en la espuma que dejaba la ola al morir en tierra. Las sacaba y veía como sin poder evitarlo, poco a poco el agua se salía, se escapaba. Entonces aprendí.

La vida es como el agua, no puedes cogerla ente tus dedos, así no se puede capturar. Sin embargo sí puedes hundir las manos en el agua, sentir como te moja, sentir como te acaricia y te abarca, sentir su calor o su frío, sentir que estás vivo. Así no la cogerás con tus manos, pero tendrás siempre ese recuerdo, esa sensación. Es la forma de capturar el agua, sintiéndola.

Es en ese instante cuando lo ves todo claro. Da igual el tiempo, la edad, el trabajo, los problemas. Te das cuenta que lo que importa es sentirla, la compañía, las historias. En aquel momento estaba solo, pero era feliz, igual que cuando estoy con mis amigos, igual que cuando estoy con mi familia, con la gente que quiero.

Estás rebosante de vida, cuando miras en tu interior y sabes que tienes a alguien, incluso cuando estás solo, no tiene que ser una pareja ni un amorío, simplemente saber que tu teléfono sonará para invitarte a hablar, saber que tienes a esa amiga que acabas de conocer, al compañero del año pasado, a tu familia para regañarte, al amigo de toda la vida para preguntarte por la chorrada más grande, a tu hermana para invitarte a un café.

Lo importante en esta vida, es sentirla.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Una vida

Te quiero. ¿Te acuerdas? Así empezamos la primera vez, así te conocí, éramos muy jóvenes, demasiado diría yo pero los sentimientos son así, nunca sabes cuando van a venir por ti de forma despiadada y sin titubeos.

Recuerdo tu cara, una mezcolanza de miedo y nervios, de sorpresa y temor. Estabas tan bonita, que mereció la pena decírtelo delante de aquel tipo que te acompañaba. Ahora que lo recuerdo no sé cual de las dos caras mostraba más miedo, si la tuya al abordarte o la mía viendo el puño de aquel chico venir hacia mí. Llevaba toda la noche embelesado, como el ateo que ve a un ángel, y tuve que ir al cielo de una manera u otra.

Digas lo que digas te conquisté aquella noche, mientras a los pies del cine del barrio, me ayudabas con la hemorragia de mi nariz que me acababa de provocar tu amigo. Y digas lo que digas aquel beso que me diste no fue de pena, sino de pasión.
Después de aquella noche, vinieron muchas más.

Luego fue conocer a tus padres. Paco, por mucho tiempo que pasase, siempre me vería como el sinvergüenza que le robó a su niña, y no lo culpo, yo hubiera sido igual de protector con mi hija, sobre todo si valía tanto como tú.
Tu madre fue otra historia. Mi imagen de guaperas gamberro del barrio, siempre me abrió puertas, sobre todo si la acompañaba con la simpatía y la sonrisa que heredé de mi madre. Aquella noche fue difícil, pero merecía la pena por ti.

Difícil fue pedirte que te casaras conmigo y no me creí aquella respuesta hasta que todo el restaurante me gritó “sí” a mi novena pregunta de incrédulo.
Nunca tuve un trabajo a la altura que te merecías, un trabajo que me diera para darte regalos caros en los aniversarios, dinero para una casa con jardín como te gustaba, dinero para vestirte como la princesa que eras, dinero como para poder mantener a unos hijos… quizás no tuve suficiente para eso. Pero el dinero no me hacía falta para traerte un abrazo cuando perdiste a tus padres o cuando supimos que no tendríamos niños corriendo por la casa. Tampoco me hacía falta el dinero para traerte una flor cada mañana cuando despertabas o un beso para cada noche que entre sábanas éramos sólo uno. Nunca necesité de lujos para explicarte que eras mi princesa, aunque lo merecieras, y nunca necesité de dinero para amarte.

La vida pasó a tu lado y los achaques de la edad ya eran evidentes. Las arrugas de nuestras caras me dejaban entrever el premio de llegar hasta aquí, el premio de haber elegido bien la compañía.
El día que te dejé en casa mientras iba a por el periódico de las mañanas, se me antoja cercano, como el día que terminó anoche. Quién me iba a decir que aquel beso de despedida, aquel beso de “hasta luego”, se convertiría en el último. Como siempre el destino cruel se llevó tus besos como llegaron, de repente, y aunque durante toda mi vida te besé como si fuera el último, no me parecieron suficientes en aquel momento.

Llevo mucho tiempo esperando este momento, el momento en el que sé que falta poco para volver a verte, sólo espero que sea pronto, y que cuando llegue, me recibas como cuando llegaba a casa del trabajo, como cuando escuchaba tu voz desde la puerta con ese: “te he echado de menos cariño”.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Emigrante

Después de un fin de semana bastante entretenido, volvía a casa.

Estaba en la parada del autobús esperando al maldito 6, ese típico autobús que tarda más que el resto de la plantilla y siempre es el que tienes que coger. Llevaba unos minutos de espera y en la parada estábamos 5 personas: una chica de unos 18 años y dos chavales de unos 9 o 10 años acompañándola; una mujer de unos cuarenta y tantos largos de tez morena, ojos pequeños y cara enjutada; y un servidor.

En breve llegaron 3 autobuses seguidos y en la parada quedamos solo la mujer y yo.
Mientras estaba sentado pensando en mis cosas y con la mirada perdida en dirección a la llegada del bus, ella me dijo:

-Recién llegó el frío.
-Sí, vino de repente como ocurre siempre por aquí- le respondí con una sonrisa.
-¿Usted es de acá? Me preguntó, seguramente al percatarse de cómo enfaticé el “aquí” de mi anterior respuesta y que no tenía acento sevillano.
-Si, soy de aquí.
-De España- dijo confirmando mi respuesta.
-Sí. No soy de Sevilla, pero sí de España.¿Usted de dónde es?- No pude evitar preguntarle para saciar mi curiosidad.
-Soy de Bolivia.

Hubo unos minutos de silencio, en los cuales empezaron a aflorarme preguntas una detrás de otra y no pude contenerme.

-¿Cómo fue la adaptación a este país?
-Bien- Me respondió con una sonrisa en la que se podía ver la tristeza enmascarada.
-¿Notó mucho el cambio?
-Sí bastante, sobre todo en la comida. Acá apenas utilizan arroz y en mi país lo utilizamos para todo. Yo aquí me sigo haciendo mi arrocito. –Me confesaba con una sonrisa mientras me hacía gestos con las manos-.

Después de esta última respuesta, se acercó y se sentó a mi lado en la parada. Fue cuando empezamos a hablar con más soltura. Le preguntaba y comentamos sobre su situación, el trabajo, los motivos que le hicieron venir aquí, el dinero que hace falta en su familia…

-Se echa de menos, estar lejos de los tuyos es lo más difícil. Cada día te das cuenta que estás lejos y aunque sabes que todo esto es por ellos, para darles alimento y que puedan tener más posibilidades el día de mañana, no puedes evitar estar triste. Rezo para que no pase mucho tiempo antes de que vuelva a verlos.

Ya sea irte de tu ciudad, a otro lugar del país o de emigrante a lugares muchos más lejanos, siempre es difícil adaptarse al nuevo lugar, a las gentes, al vacío que dejan los tuyos.
Desde hace poco charlo, cuando los estudios y los trabajos me dejan, con una amiga que conocí. Como la señora de la parada de autobús, también ella tuvo que dejar su país para luchar por una nueva vida. Muchas veces han sido las que hemos hablado de su país, de cómo es vivir en España cuando eres inmigrante, de la vuelta soñada, de los suyos que están lejos… Cuando hablo con ella siempre me intento poner en su lugar, sentir lo que puede ser estar así y no es fácil.

No soy precisamente la persona más familiar de este mundo, más bien todo lo contrario y aún así se echa de menos a la familia, a los amigos…

Sin duda alguna, tienen que ser momentos duros. Al hecho de estar lejos de tu hogar tienes que sumarle la soledad del nuevo lugar. Hacer amigos no es fácil, aunque conoces a gente nueva, no es lo mismo cuando tienes que empezar de cero. Cuando enfermas, cuando pasas esos malos momentos no tienes a nadie que te pueda dar consuelo, que te pueda dar esas fuerzas que a veces todos necesitamos, y sin remisión, tienes que saber salir tu solo de cualquier problema, de cualquier situación. Es ahí cuando te das cuenta que tu mundo ha cambiado. Y a veces recurrir a alguna mano amiga que te suplante la mano de una madre, de un hermano o de un amigo se antoja difícil.

Por fin llegó el autobús después de que nos diera tiempo para charlar un rato interesante, el suficiente como para desear que le vaya bien en la vida.

-Ahora tengo un nuevo empleo, después de unos meses trabajando cinco días acá y cuatro allá por fin encontré algo mejor.

Aquello me alegró y se lo dije, deseándole que le fuera bien.

Subimos al autobús y vi como se sentaba al lado de una señora bien arreglada, con su abrigo típico de corte inglés color beige y con los puños de tela suave. La imagen cuanto menos era paradigmática, polos opuestos de la vida juntos en dos asientos de autobús.
En cuestión de segundos la señora, con el buen trato que la caracterizaba, ya estaba charlando con la señora del abrigo beige, y en cuestión de otros segundos ambas estaban sumidas en una charla de risas y complicidad, como si fueran amigas de toda la vida. Me di cuenta que todos somos iguales, da igual de dónde vengamos o qué situación tengamos, al final sentimos por igual.

“Hacerte emigrante es hacerte a la idea de que ya nunca más serás ni de aquí, ni de allá.”

Espero que el tiempo pase rápido para que vuelvas a tu Paraguay, y que cuando llegue ese día se pare lo suficiente como para que puedas disfrutar de los tuyos sin pensar en la vuelta.