miércoles, 12 de octubre de 2011

Espejo

-Ana, te dije que vinieras.

-No- Repondió Ana casi sin voz.

-Te he dicho que vengas.

Ana tan solo hizo el gesto de su cabeza. Izquierda y derecha, con miedo, con algo más que con miedo. La sonrisa de Álvaro se rubricó como el rayo en el cielo en una tormenta de verano. Sabía que eso era una puerta abierta, la espoleta que le daba pie a tomarse la justicia de su mano ante tal acto de rebeldía.

-Ana, voy a tener que enseñarte otra vez como tienes que comportarte. Sabes que no me gusta que me lleves la contraria.- Comenzaba a subir la voz mientras se acercaba con actitud amenazante hacia ella. –Luego lloras y me pides que te deje tranquila ¿verdad? –Aumentaba el sonido de su voz. -Luego me vienes con el “no por favor los vecinos nos van a escuchar”, pero en el fondo es lo que estás buscando ¡zorra! ¡Y seguro que luego vas a contárselo a tus amigas! Esas viejas frígidas que lloriquean para que se las folle algún niñato de turno. ¡Y tú eres igual!

-No me grites Álvaro, yo no hago esas cosas y lo sabes.- Intentaba esquivar sus acusaciones.

-¡Claro que sí lo haces! ¿Crees que soy tonto?- Le gritó con toda la fuerza que tenía -¿Que no sé a dónde vas cuando sales con tus amigas o cuando me dices que vas a ver a tu madre? ¡Te vas a ver a algún hijo de puta para que te folle!- Y mientras acababa la frase lanzó a Ana con un revés de su mano por toda la encimera de la cocina, sin poder evitar golpearse el costado izquierdo de su cuerpo con el borde de granito de la encimera. -¿Qué pasa no soy suficiente para ti? ¿No soy lo que quieres?- Le gritaba agarrándola del pelo y levantándola del suelo, mientras Ana era incapaz de reprimir el dolor y el llanto- ¡Yo te daré lo que te mereces!- Y como si fuese una pequeña muñeca de trapo le golpeó la cara contra la puerta del frigorífico.

Con la violencia de los golpes se habían desprendido una puerta de armario y dos cajones: el de los trapos de cocina y el de los cubiertos y Ana estaba encima del último. Cayó de rodillas al suelo apoyada en sus manos y debajo de ellas el universo de plata, regalo de bodas no muy lejano que ahora se teñían de rojo al recibir la sangre de su mejilla.

Ana no decía nada.

- Sé lo que hablas con tus amiguitas. Sé lo que habláis de mí ¡y no te lo voy a tolerar!- Volvió a agarrarla, pero esta vez de la nuca y la arrastró hasta el salón. La golpeó contra el mueble que dominaba la entrada a la habitación mientras le gritaba y le insultaba.

- Lo siento, en serio que lo siento- le comentaba con la tranquilidad del padre que le quita el juguete a su hijo por comportarse mal- Pero tienes que aprender a respetarme, a darte cuenta quién es el que manda en esta puta casa.- Se desprendió de su cinturón con larga y nerviosa ceremonia mientras se mordía el labio inferior y se bajaba los pantalones.

Ana seguía sin decir nada.

Se inclinó sobre ella, la levantó del cuello y la tiró sobre el sofá de la habitación. Ana seguía sin decir nada y su cara no mostraba terror, no mostraba pena, simplemente mostraba cansancio, el cansancio de la escabrosa rutina de la violencia

La agarró del hombro y la giro, y al hacerlo le arrancó la blusa con la misma indiferencia con la que se arranca el plástico de una revista, el sobre de una carta. Ana quedó semidesnuda y en silencio, por supuesto.

Álvaro se puso encima de ella, le levantó la falda y se dispuso a hacerla suya como tantas veces lo había hecho. Pero esta vez era diferente, esta vez Ana tenía la plata de boda en una de sus manos y por esa vez, aunque solo fuese esa vez, el rojo que mancharía la plata de boda no sería su sangre.


-Entre la cadera y el riñón Álvaro, entre la cadera y el riñón. No quería matarte, por eso decidí clavártelo ahí.- Ana le comentaba la jugada a su marido, mientras que este por el dolor apenas podía hablar y tan solo se dedicaba a hacer muecas exageradas de tensión y a agarrarse el costado herido.

- ¿Sabes? Durante mucho tiempo estuve pensando en algo así, en poder librarme de ti, poder escapar de tu mano. Eran muchas las noches que miraba por el balcón de la planta de arriba y esperaba que alguien me agarrara del brazo para huir lejos y que no me encontraras jamás. Soñaba con irme tan lejos que no fueses capaz de localizarme incluso que te olvidaras de mí, y luego con el silencio de la noche lloraba deseando que todo esto fuese una pesadilla. Incluso a veces pensaba en tirarme desde el balcón, allí, como tú bien dijiste, no me ayudaría nadie, pero tampoco me encontrarías tú.

Otras noches recitaba mis poesías, esas que siempre me decías cuando éramos novios que tanto te gustaban y que desde que nos casamos dejaste de escucharlas; luego te metías con ellas y más tarde me las prohibiste. Y al final ya no me quedaban versos ni palabras, me perdí el día en que te dije te quiero y me encontré unos cuantos después con mi propia sangre entre mis dedos. Te dejé ser parte de mi vida y me has pagado con la fuerza y la violencia lo que yo te regalé con cariño, amor y deseo. Me cansé de los lamentos y de las lágrimas, ya no. No quiero volver a tener miedo, no quiero tener que soñar para vivir. Hoy no quiero ni tus perdones ni tus te quiero, ya no, ahora no. Ahora quiero el regalo de una vida que no culmine con el miedo, quiero una vida donde yo sea mi propia dueña.

Ana soltó el cuchillo sobre la alfombra donde tantas veces lloró su pena y salió por la puerta de su casa, con unos años más, unas arrugas más, pero con una vida nueva.

El silencio gobernó el final de la escena, un silencio compuesto por muchos silencios: el silencio de las cosas, las butacas, el telón, el olor de las bambalinas. El silencio del público, el silencio de los actores… hasta que los aplausos gobernaron los oídos durante minutos.

Los actores, con Silvia a la cabeza, se agarraron de la mano y saludaron al público. Una reverencia, dos reverencias, tres …

Al cabo de unos 10 minutos el telón obligó a callar los aplausos, los actores se fueron a bambalinas y allí saltaron, se abrazaron y se felicitaron: la obra fue un éxito. Alguien le trajo un gran ramo de rosas a Silvia y en la tarjeta se leía: ¡Para nuestra Ana Sigüenza! De tus compañeros de reparto. ¡Porque será un gran estreno!

Un Álvaro lleno de sangre de tomate y azúcar abrazaba a Silvia con el cariño de un hermano, mientras se disculpaba una y otra vez porque el golpe del primer acto fue más real de la cuenta. Y así con uno y otro actor hasta que se habían abrazado todos los del reparto, dirección, producción y hasta teloneros.


Silvia llega a su camerino, cierra la puerta apoyando su espalda con suavidad mientras busca en su mente alguna señal que le haga ver que es diferente, que no tiene nada que ver con el papel que acaba de interpretar. Se desliza suavemente hasta que se sienta casi sin fuerzas en el frío suelo y como las primeras gotas del otoño, se deja llevar en el sueño sumiso del llanto que no difiere rey de lacayo. Sus penas arrastran penas, sus penas se llevan el grito silencioso del miedo, sus penas se llevan el maquillaje que oculta el negro día a día de su rostro.