domingo, 15 de noviembre de 2009

Una vida

Te quiero. ¿Te acuerdas? Así empezamos la primera vez, así te conocí, éramos muy jóvenes, demasiado diría yo pero los sentimientos son así, nunca sabes cuando van a venir por ti de forma despiadada y sin titubeos.

Recuerdo tu cara, una mezcolanza de miedo y nervios, de sorpresa y temor. Estabas tan bonita, que mereció la pena decírtelo delante de aquel tipo que te acompañaba. Ahora que lo recuerdo no sé cual de las dos caras mostraba más miedo, si la tuya al abordarte o la mía viendo el puño de aquel chico venir hacia mí. Llevaba toda la noche embelesado, como el ateo que ve a un ángel, y tuve que ir al cielo de una manera u otra.

Digas lo que digas te conquisté aquella noche, mientras a los pies del cine del barrio, me ayudabas con la hemorragia de mi nariz que me acababa de provocar tu amigo. Y digas lo que digas aquel beso que me diste no fue de pena, sino de pasión.
Después de aquella noche, vinieron muchas más.

Luego fue conocer a tus padres. Paco, por mucho tiempo que pasase, siempre me vería como el sinvergüenza que le robó a su niña, y no lo culpo, yo hubiera sido igual de protector con mi hija, sobre todo si valía tanto como tú.
Tu madre fue otra historia. Mi imagen de guaperas gamberro del barrio, siempre me abrió puertas, sobre todo si la acompañaba con la simpatía y la sonrisa que heredé de mi madre. Aquella noche fue difícil, pero merecía la pena por ti.

Difícil fue pedirte que te casaras conmigo y no me creí aquella respuesta hasta que todo el restaurante me gritó “sí” a mi novena pregunta de incrédulo.
Nunca tuve un trabajo a la altura que te merecías, un trabajo que me diera para darte regalos caros en los aniversarios, dinero para una casa con jardín como te gustaba, dinero para vestirte como la princesa que eras, dinero como para poder mantener a unos hijos… quizás no tuve suficiente para eso. Pero el dinero no me hacía falta para traerte un abrazo cuando perdiste a tus padres o cuando supimos que no tendríamos niños corriendo por la casa. Tampoco me hacía falta el dinero para traerte una flor cada mañana cuando despertabas o un beso para cada noche que entre sábanas éramos sólo uno. Nunca necesité de lujos para explicarte que eras mi princesa, aunque lo merecieras, y nunca necesité de dinero para amarte.

La vida pasó a tu lado y los achaques de la edad ya eran evidentes. Las arrugas de nuestras caras me dejaban entrever el premio de llegar hasta aquí, el premio de haber elegido bien la compañía.
El día que te dejé en casa mientras iba a por el periódico de las mañanas, se me antoja cercano, como el día que terminó anoche. Quién me iba a decir que aquel beso de despedida, aquel beso de “hasta luego”, se convertiría en el último. Como siempre el destino cruel se llevó tus besos como llegaron, de repente, y aunque durante toda mi vida te besé como si fuera el último, no me parecieron suficientes en aquel momento.

Llevo mucho tiempo esperando este momento, el momento en el que sé que falta poco para volver a verte, sólo espero que sea pronto, y que cuando llegue, me recibas como cuando llegaba a casa del trabajo, como cuando escuchaba tu voz desde la puerta con ese: “te he echado de menos cariño”.

1 comentario:

  1. muchas veces...en el riesgo esta la ganancia...talves...si aquel dia...no hubiese salido de tu boca ese te quiero...o si tus labios no hubiesen rozado con los mios,no le hubiese dado un verdadero sentido a la vida,y aunque no lo sabias,desde antes de nacer te esperaba...esta ves no sera la ecepcion... ;)

    ResponderEliminar