Érase una vez una princesa, de
ojos vivos y sonrisa traviesa.
Érase una vez una princesa con vastas
tierras por recorrer y aventuras por vivir. Una princesa que nunca necesitó que
la despertaran de un sueño infinito ni que la salvaran del dragón; una princesa
llena del coraje del más sirviente caballero y de la valentía del más aguerrido
guerrero.
Érase una vez una princesa que no
necesitó de príncipes azules, ni de escuderos que le llevasen sus armas, pues
sus armas eran la sonrisa y su pelo negro al viento.
Érase una vez una princesa que no
quiso reinar en un mundo de lacayos y amigos, sino pelear cada idea y cada
opinión con el más acérrimo de los enemigos.
Érase una vez una princesa que no
ansiaba el oro y la plata en su vida, sino las manchas de barro y de hierba al
jugar bajo la lluvia. Una princesa que no necesitó promesas de futuro o en su
dedo lucir un anillo, sino un amante en su corazón y la compañía de los buenos
amigos.
Érase una vez una princesa que no
tuvo miedo a volar sin alas ni a arriesgar para ganar, una princesa que le
sobraban los vestidos porque le pesaban para bailar. Una princesa que no se
podía comprar con besos ni batallas, una princesa que tenía un reino de sueños
y un castillo en el levante, hecho con atardeceres y piedras de playa. Una princesa
que olía a pasodoble y a papelillo de carnavales.
Érase una vez una princesa que
fuera a donde fuese conquistaba corazones y transformaba las penas en alegrías,
y el mundo decidió sonreir y llamarla su princesa, porque ante ella, incapaz de
ganarle la batalla, solo se podía hacer una cosa: rendirse ante su sonrisa.
ole! que bien escribes!
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